Desde la muerte de su esposa, Lelia, Juan Carlos se sentía relajado, distendido, libre, tibieza en el corazón, la sonrisa había vuelto a sus labios, era un tipo feliz.La vida con Lelia había sido un tormento. Caprichosa, de pésimo carácter. llena de pretensiones inalcanzables, grosera, mil papelones por cualquier cosa. Salir una noche juntos era una aventura que siempre terminaba mal.Al morir Lelia Juan Carlos se reconcilió con la vida. Ya no se toparía con Lelia a la vuelta de cualquier esquina, gritándole, increpándolo, tampoco estaría al llegar a casa después de un duro día de trabajo.
Había logrado apreciar la belleza del lago, las montañas, los días celestes y radiantes del acogedor lugar en que vivió toda su vidaComenzó a frecuentar restaurantes y boliches, a disfrutar de esa vida que -sometido por Lelia - sólo existía en sus fantasías más ocultas.Recién había cumplido cuarenta y cinco años. Todas las ganas de hacer, de gozar. Hombre apetecido por las damas, de buen humor e impecable llegada social. El triste gris que había lucido su manera en el pasado ya era olvido. Disfrutaba plenamente. Cada semana se lo veía con una muchacha siempre bella, siempre joven, siempre distinta, siempre soltera.Las damas casadas no tenían lugar en su agenda. Así fue hasta que conoció a Marga. Una mujer dulce y bella, de cara aniñada, cabellos largos y negros, un azul intenso coloreando sus ojos, un cuerpo de guitarra que había anidado en su mente.Fue amor a primera vista, una recíproca y manifiesta atracción. Trató por todos los medios de no ir más allá de un paseo por la orilla del río, largas charlas en un café, citas que se fueron haciendo cada vez más frecuentes.Juan Carlos tenía como límite que no pensaba traspasar de ninguna manera el adulterio, pecado mortal que no cometería. Creía que tal transgresión lo llevaría al morir directamente al infierno. Obsesión iniciada por su tierna abuelita y reforzada por la bruja de su extinta mujer.En un encuentro nocturno con Marga, paseando por el lago, luna llena, el cielo blanco de estrellas, su regla inquebrantable se hizo trizas. Labios, caricias, todo el amor. Noche de gloria y maravilla.Por la mañana se despertó sobresaltado. Terribles pesadillas turbaron su sueño. El infierno y todo el horror, las llamas abrasando su cuerpo y la brutal carcajada de su mujer mientras le recordaba que estarían allí, juntos por toda la eternidad. Espantoso. La transpiración había humedecido la almohada, las sábanas, el colchón. Mal, muy mal.Se sentía culpable. Había cedido y en su mente se consolidó la idea del peor destino.El pensamiento se transformó en obsesión. Había cometido adulterio. Pecado mortal ya no sería merecedor de la Gracia de Dios ni las mieles del cielo lo aguardarían al tiempo de perecer.Una mañana tormentosa salió como todos los días hacia su trabajo. Llovìa torrencialmente, el automovil perdía estabilidad ante cada charco. Distraído por la obsesión del pecado mortal y el infierno que le aguardaría al fin del camino, no tomó en cuenta la peligrosidad de la curva, velocidad excesiva, las ruedas del coche que pisan la banquina, varios vuelcos y Juan Carlos partió de este mundo.
Cuando abre los ojos se ve cercado por una absoluta oscuridad, un largo pasillo, una luz intensamente roja y el picaporte de una puerta. La abre y su cuerpo es abrasado por todo el fuego del infierno, la brutal carcajada de Lelia y su voz que le recordaba que allí estarían juntos por toda la eternidad.