Mara y Juan Carlos se amaron desde muy jóvenes, casi niños. De familias muy humildes, Mara vivía con sus padres en una casa de de cinco metros por cinco metros con una letrina a treinta pasos fuera de la vivienda y Juan Carlos en una casa chorizo junto con sus padres, tíos y abuelos.

Mario trabajaba en un talle mecánico. A pesar del magro salario que percibía mensualmente se las ingeniaba para conservar un viejo Renault 12 que lo llevaba a todas partes.

Esa tarde al terminar las tareas decidió ir a una playa cercana y disfrutar un momento del lago, de refrescarse y relajarse luego de una día de dura labor. Dudo un instante en darse el chapuzón deseado pues el pantalón de baño no le ajustaba y se le caía apenas salía del agua. El calor pudo más y allí fue.

Juan entró al bar de siempre, se sentó a la barra, pidió el trago de costumbre, su mirada perdida, las manos jugando con el vaso y la mente reprochando su destino solitario, sin un otro con quien hablar, reír, lamentar. Solo, siempre solo. Esa maldita soledad que se incorporó desde siempre en su vida. Sus trabajos ayudaron a cultivar ese pasar silencioso, treinta años de Juez, el hombre sin amigos ni reuniones sociales para no comprometer su imparcialidad, luego escritor. Imposible escribir con otro hablando, charlando, riendo, él se había buscado esa destino de ausencia que lo estaba enloqueciendo.

 Enero en Buenos Aires. Un calor agobiante. A las 18 hs la temperatura llegaba a los 40 grados, los canalleros que salían de las oficinas acalorados, transpirados, abrumados, con la corbata colgando de los hombros, buscando una confitería donde sentarse y tomar algo fresco.
Las damas impecables, hermosas todas ellas, con blusas y remeras insinuantes, polleras minúsculas y zapatos con tacos agujas desafiando las trampas  colocadas por la municipalidad de la Ciudad Autónoma en la acera del tradicional paseo de la calle Florida.